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El capellán de la Ciudadela

El amor por el danzón del Padre Miguel nació en la Ciudadela, lugar donde conoció a la cronista Mina Arreguín.

 ·  diciembre 19, 2022
El capellán de la Ciudadela
Misa de despedida del padre Miguel Romero. / Foto: Cortesía Mina Arreguín.

Conocí a Miguel Romero un sábado en la Ciudadela, se acercó a mí y me extendió la mano invitándome a bailar sin decir nada. Yo no lo había visto antes, recuerdo muy bien que llevaba una guayabera de Lino, su paliacate anudado al cuello y un sombrero de paja. Acepté la invitación y salí a bailar con él. Es muy alto elegante y bien parecido pensé, noté que bailaba por momentos con un poco de inseguridad, lo que denotaba que tenía poco de haber aprendido, aunque ya tenía la habilidad suficiente para ejecutar un danzón completo en la pista de baile, en este caso debiera decir en el irregular cemento que sirve como tal en la zona de la plaza donde nos tocó intentarlo.

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Durante la pieza que bailamos no emitió palabra alguna, lo cual es común y a mí en especial me gusta, prefiero que el bailador se comporte de esa manera. Sin embargo, al final del baile sin decir agua, va me dijo: “soy sacerdote” a lo que contesté de inmediato: “ah pues yo soy monja”. Noté que se quedó muy serio y enrojeció un poco su cara, casi al mismo tiempo llegó una pareja de bailadoras y lo saludaron, una de ellas le besó la mano haciendo una reverencia y la otra le dijo algo sobre una misa. “Perdóname, no te creí lo de ser padre, pensé que estabas bromeando” -le dije. “No te preocupes, tampoco es común que un religioso acuda a bailar los sábados en un lugar como este”. Y me contó brevemente su historia, ese fue el inicio de una larga amistad que conservo hasta el día de hoy.

El padre Miguel Romero y Mina Arreguín en el Teatro del Pueblo de la CDMX. / Foto: Cortesía Miina Arreguín.

Miguel explicó que la casa de la comunidad jesuita a la que pertenecía, y en la que vivía con otros religiosos, se encontraba a unos pasos de la Ciudadela y al pasar algún sábado cualquiera había quedado maravillado con lo que percibió que sucedía en torno al danzón. La alegría que se notaba en los asistentes, y el hecho mismo de que tantas personas se reunieran cada semana a bailar, lo hicieron pensar que tal vez sería una manera de hacer ejercicio mucho más divertida que salir a correr por la ciudad. Me explicó que le habían descubierto algún tipo de problema cardíaco y los médicos que lo veían le recomendaron salir a correr, pero pensó que el baile era una mejor manera de hacer ejercicio en lugar de trotar por la ciudad. En mi libro “Danzón abanico de tonalidades”, Miguel cuenta cómo fue su inicio en el danzón y hace además algunas reflexiones interesantes acerca de la convivencia y el goce del baile visto también desde una mirada religiosa.
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Después de ese primer encuentro, cuando yo iba a la ciudadela lo buscaba para bailar y platicar. El padre Romero mejoraba cada sábado y bailaba con muchas mujeres que asistían, se fue haciendo muy popular y tenía una fila larga de aspirantes a ejecutar una pieza con él. Quizá pensaban que bailando con un sacerdote acortarían -por su influencia- el camino para llegar al cielo. En especial recuerdo que el cura bailaba frecuentemente con una mujer admirable llamada Celia, casi ciega y se convirtió en un personaje conocido, popular y sobre todo querido y aceptado en el medio. Una prueba de lo que acabo de decir es que fue solicitado para oficiar una misa de difuntos para el director de la Danzonera “Mexicuba”, Germán Martínez y de ahí en adelante celebró muchas misas más para esa comunidad.

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En esos años, Miguel era director de Buena Prensa, la editorial de La Compañía de Jesús en México. Yo había publicado un par de poemarios y mi marido de entonces, Martín Reyes Vayssade, tenía también varias publicaciones, así como una editorial. Inevitablemente, nuestras platicas derivaban también en temas literarios, Martín y Miguel se conocieron y se cayeron bien, cosa rara pensando en que mi esposo no era muy afecto a la religión y entre sus amigos intelectuales lo consideraban “comecuras”. Sin embargo la cultura de ambos permitió salvar las diferencias que pudieran haber tenido en lo teológico. Martín, entre otros cargos, había sido Subsecretario de Cultura en la Ciudad de México y había creado la editorial Tlacuilo y nuestras charlas giraban en torno a temas culturales, editoriales y de lugares en común que habíamos visitado y en algunas ocasiones comimos juntos.

Mina Arreguín bailando con el padre Miguel Romero. / Foto: Cortesía Mina Arreguín.

Una vez le comenté a Miguel que iba a ir a bailar a la ciudadela y me dijo: “Por qué no te pasas por aquí a la casa de mi comunidad y desayunamos con otros compañeros jesuitas y luego vamos a bailar”. ¡Qué bien se desayunaba en esa casa! Recuerdo que esa vez dejé mi bolsa en el comedor para no cargarla mientras andábamos por la ciudadela, bailó conmigo y con algunas otras mujeres. Como yo tenía un compromiso, al final de una pieza, me acerqué a decirle en voz baja para que no lo percibiera la bailadora en turno: “Miguel ya me tengo que retirar” y me respondió “bueno que te vaya muy bien”, “no Miguel -le recordé- es que tengo que recoger mi bolsa donde desayunamos” “Ah no hay problema -comentó- entonces vamos por ella” pero apenas habíamos dado 4 o 5 pasos me dijo: “mejor espérame aquí para que vean que regreso”.

Mientras esperaba que el padre me trajera mi bolsa se acercó un bailador solicitando que bailara una pieza, “no puedo discúlpeme me tengo que ir”, el bailador dio un par de pasos atrás y otro sujeto le dijo algo que alcancé a escuchar mis espaldas: ¡Ay güey, sacaste a bailar a la vieja del cura! Cuándo Miguel regresó me entregó mi bolsa y me fui conteniendo la risa, desde luego no le comenté nada para no apenarlo.

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En otra ocasión, Miguel me invitó a bailar en un concurso que hacían en la Ciudadela. «¿No quieres entrar conmigo?». Y yo le contesté: “ay no, Miguel fíjate que a mí eso de los concursos no me gusta mucho”. Él me insistió diciendo: “me gustaría que aceptaras, quiero probar cuánto he avanzado”. «Está bien Miguel -le dije- entremos pues”. Ese concurso lo ganamos, y ¡cómo no! si el público frenético gritaba: ¡Arriba el padre Miguel! ¡Que gane el cura! ¡Es el mejor! Al final él me dijo: “ya ves como sí ganamos”, a lo que le contesté: “claro Miguel, pues quién se va a poner contra la santa madre iglesia”. Soltó la carcajada y sin dejar de reír expresó «¡Como eres! yo creí que ya había mejorado mucho».

Estando de Viaje con mi esposo en Madrid, coincidimos con Miguel Romero que estaba de visita por trabajo en esa ciudad. Nos pusimos de acuerdo para vernos los tres y comimos en un restaurante que él sugirió. Después de la comida nos invitó a la casa y estudio de la reconocida maestra de flamenco Raquel Quijano. Martín no pudo ir, solo fuimos Miguel y yo, en el camino me comentó que tenía mucho sin bailar danzón y que le gustaría ejecutar uno para su amiga. “¿Y por qué no le bailamos uno?” -dije-, ¿con qué música? -inquirió, pero yo de mi bolsa de mano saqué dos casetes con danzones, todavía en esos años se usaban. La tarde y la plática con la maestra Quijano fue encantadora y cuando bailamos para ella nos invitó a quedarnos unos meses y armar un curso de danzón en Madrid para su academia; esto fue imposible para ambos por nuestras actividades en México de esos años, entonces nos propuso que en la semana que iniciaba en un par de días hiciéramos aunque fuera una demostración ante sus alumnos, cosa que tampoco fue posible ya que yo viajaba con mi marido a París al día siguiente.

Homero Torres, Miguel Romero y Mina Arreguín en la Feria Municipal del Libro de Guadalajara. / Foto: Cortesía Mina Arreguín.

El padre Miguel Romero es un amante del baile, el danzón y el flamenco; prueba de ello fue su participación en la película “Bailar para vivir” de Cordelia Dvorak. Es un entusiasta concurrente en actividades que generen comunidad a través del baile. Después de que enviudé, ya estando con Homero, lo encontré en el Teatro del Pueblo en un evento danzonero en la Ciudad de México, le presenté a mi nuevo marido y de inmediato hicieron conversación y se cayeron bien. Tiempo después, dentro de las actividades de su orden religiosa, el cura danzonero fue trasladado a la ciudad de Guadalajara, por lo que pudimos encontrarnos los tres en algunas comidas y en la casa Loyola donde oficiaba. Llegamos a visitarlo en la misa de gallo que celebraba en fin de año, hasta que un día habló por teléfono a casa para avisarnos que iba a ser trasladado de casa Loyola a Puente Grande. Yo le comenté «¿pues qué hiciste Miguel?, Jajaja». Contestó: «no voy al penal de Puente Grande, voy a encabezar un proyecto de ejercicios espirituales en el poblado aledaño donde se encuentra la famosa cárcel de máxima seguridad», nos pidió que le acompañáramos -Homero y yo- a su misa de despedida ataviados como para bailar; yo con ropa danzonera y Homero con guayabera y paliacate.

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La misa fue muy emotiva y muy bonita, al final el sacerdote sorprendió a todos al agradecer primero que lo hayan acompañado y tratado tan bien durante su estancia, que esperaba el mismo trato para el nuevo cura que lo sustituía. Enseguida, dijo en plena iglesia las palabras que sorprendieron a todos: “ustedes me conocen como sacerdote, pero no saben que lo mío lo mío es el danzón, y para demostrarlo he invitado a una bailadora amiga Mina Arreguín, los invito a la parte de afuera para que vean lo que hemos preparado”. Bailé con él y al igual que en la Ciudadela años antes, los aplausos fueron copiosos, todos los feligreses aplaudían y echaban vítores, él me pidió que bailara una pieza más con Homero, quién claramente percibió que esa ocasión era realmente la fiesta de despedida del sacerdote de su comunidad, por lo que después de la primera melodía me llevó del brazo a que terminara con él la segunda melodía y el montuno, lo que hizo que la gente lo ovacionara nuevamente.

Miguel fue el primero que revisó mi libro de danzón y siempre estuvo motivándome a publicarlo desde que conoció el primer borrador. Le agradezco la contraportada que lo engalana, además de haber tenido el gusto de que lo presentara dos veces en Guadalajara; la primera durante la Feria Municipal del Libro y otra vez en el Museo de la Ciudad donde bailamos una pieza.

Dedico este texto a Miguel Romero, con mi cariño admiración y respeto.

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